Observó a su mujer al cruzar la calle. Llevaba el chaquetón rojo que siempre juraba que iba a tirar, pero que siempre acababa recuperando del fondo del armario año tras año. Ella era así con todo y justamente esa singularidad fue lo que le atrajo de ella cuando la conoció. La misma ropa una y otra vez, los montones de pintalabios que nunca tocaba, aquella canción, "el torbellino de la vida", que entonaba siempre que cocinaba croquetas, formaba parte de una vida que le parecía ajena y que tenía pensado abandonar entre el segundo plato y el postre. Se daba cuenta de la incongruencia, a la vez extraña y lógica, del lugar que había elegido para dejarla. Precisamente allí se había dado cuenta por primera vez de que ya no la quería.
Cuando ella esbozó una sonrisa, él se sintió con ganas de gritar: "¡Te voy a dejar así que no sonrías más!" Pero simplemente le ofreció un poco de su aperitivo. Eso era algo que también le sacaba de quicio de su mujer. Ella nunca pedía aperitivo ni postre, pero siempre se comía los de él casi enteros. Lo peor es que él siempre acababa pidiendo lo que le gustaba a ella. "Ya no sé si realmente me gustan los profiteroles", pensó con un aire grave y solemne. Cuando ella se echó a llorar como no lo había echo nunca, lo primero que pensó es que ella sabía que la iba a dejar por Maria Christine, la fogosa azafata a la que amaba desde hacía año y medio. "Ya está", pensó él. "Lo sabe, hace tiempo que lo sabe, debería haberlo imaginado". Sin dejar de llorar ella sacó unos papeles del bolso y se los entregó. Con una terminología médica aséptica, decía que tenía leucemia en fase terminal. En un instante, el motivo de su almuerzo se borró de su pensamiento y una extraña voz metálica empezó a decirle: "Debes estar a la altura de las circunstancias".
Y eso fue lo que hizo. Para empezar, pidió tres raciones de profiteroles para llevar y envió un mensaje a su amante: "Olvídame. Sergio". Dispensó a su mujer todas las atenciones que hasta entonces ella le había reclamado: colgar los cuadros que esperaban por toda la casa, acompañarla al cine por la tarde para ver sus películas favoritas, ir de rebajas con ella pese a detestar las compras, leer en voz alta "Sputnik, mi amor" de Murakami, y todo, incluso las cosas más insignificantes, tenían otro sabor desde que sabía que esa sería la última que podía hacerlas para ella. De tanto comportarse como un hombre enamorado, volvió a enamorarse.
Y cuando ella falleció en sus brazos, él cayó en un coma emocional del que nunca volvió a salir. Aún hoy, después de muchos años, se le encoje el corazón cada vez que ve a una mujer con un chaquetón rojo.